miércoles, 14 de mayo de 2014

BANDERAS DE NUESTROS PADRES


Hubo un tiempo en que España era muy de de banderas al viento, ya fueran rojigualdas o rojinegras (y no precisamente de la Flagelación). Un tiempo en que, pese a ello, nuestros padres no usaban banderas. Banderas de cofradía. Para ellos bastaba con colocarse en la solapa un lazo rojo o morado, identificativo procesionista que los situaba a uno u otro lado de la calle del Aire. Eran marrajos o eran californios. Un símbolo, el lazo, que perdura hoy tan solo en esa cada vez más desnaturalizada Llamada que sigue celebrándose cada noche de Miércoles de Ceniza.

Antes de las bufandas (bordadas o cargadas de escudos de solapa como inspiradas en un uniforme del más condecorado de los militares) adornaran los cuellos del sanedrín que preside el paso por la calle Jara de la procesión contraria, no era tiempo de banderas.

Estoy hablando, es obvio, de banderas en los balcones, de banderas marrajas, californias, del Resucitado o del Socorro. De puntos que surgen como un sarpullido en el ‘incomparable marco’ de los desfiles pasionales de Cartagena.

De un tiempo en que, a lo sumo, nuestros padres colocaban en sus miradores, sobre los barrotes de hierro forjado de los balcones de un casco menos antiguo, alguna bandera de España sin escudo. Largos metros de tela de bandera que compraban en López Méndez o en Tejidos Julián. Inmensos rollos de trazado rojigualda que servían lo mismo para dar la bienvenida a Cartagena a algún jerarca que para ocultar a la vista de transeúntes (vestidos o no de nazareno) las piernas de las jóvenes que presenciaban el paso de una procesión desde los balcones de unas casas por aquel entonces habitadas.

Lo de colocar banderas de cofradía en los balcones es algo más nuevo. Es una de esas tradiciones de toda la vida que no tiene más de veinte años, y cuya irrupción vino a coincidir, curiosamente, con el despoblamiento de nuestro casco antiguo.

Convivían por aquel entonces las banderas de las casas que aún habitaban nuestros abuelos, con las de esas otras que volvían a abrir sus ventanas al paso de la procesión, en las que sus hijos y nietos colocaban como señal de conquista su bandera en el balcón. “Casa marraja”. “Casa california”. “Casa deshabitada el resto del año”, faltaba añadir.

Las banderas se pusieron de moda. Llegaron incluso más allá del recorrido de nuestras procesiones. Adornaron balconadas del Ensanche. Subieron más alto. Las llevaron incluso a alguna urbanización de las afueras de Cartagena en la que, como un lunar de extraño color aparecía una bandera en la fachada de un duplex.

Nuestros padres no ponían banderas, pero eran más de cofradía. Iban a misa incluso cuando no era organizada por su agrupación, cuando las cofradías organizaban casi más procesiones que misas. Conocían las virtudes de la caridad, pero no por ello dejaban de comentar esto o aquello, de “soltar borderías” entre procesionistas, porque una cosa no quita la otra,… aunque de sus conversaciones en bares o peluquerías no quedara constancia para la posteridad en las redes sociales.

Eran de cofradía, y para serlo no tenían la necesidad de poner una bandera en el balcón. Eran procesionistas, sí, y probablemente se habrían llevado las manos a la cabeza con esas ocurrencias –que las hay- de poner banderas de colores que no son morado, rojo, blanco o negro (y hasta con fotos) para presumir, sobre todo, de agrupación. Pero claro, nuestros padres se hubieran llevado las manos a la cabeza con más de una de las cosas que hacemos. E incluso habrían depositado sus manos en nuestras cabezas, en contundente coscorrón, si vieran que somos capaces de cenar y tomar copas ante imágenes para las que luego pedimos respeto en procesión.

Eso sí. Alguno pensará que ahora somos más actuales. Más modernos. Y que lo hacemos todo bien. Y además, faltaría más, ponemos banderas en los balcones.

Publicado en la revista 'Capirote' en 2013
FOTOGRAFÍA: Montaje de Manuel Maturana Cremades



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