Hubo
un tiempo en que España era muy de de banderas al viento, ya fueran rojigualdas
o rojinegras (y no precisamente de la Flagelación). Un tiempo en que, pese a
ello, nuestros padres no usaban banderas. Banderas de cofradía. Para ellos
bastaba con colocarse en la solapa un lazo rojo o morado, identificativo
procesionista que los situaba a uno u otro lado de la calle del Aire. Eran
marrajos o eran californios. Un símbolo, el lazo, que perdura hoy tan solo en
esa cada vez más desnaturalizada Llamada que sigue celebrándose cada noche de
Miércoles de Ceniza.
Antes
de las bufandas (bordadas o cargadas de escudos de solapa como inspiradas en un
uniforme del más condecorado de los militares) adornaran los cuellos del sanedrín
que preside el paso por la
calle Jara de la procesión contraria, no era tiempo de
banderas.
Estoy
hablando, es obvio, de banderas en los balcones, de banderas marrajas,
californias, del Resucitado o del Socorro. De puntos que surgen como un
sarpullido en el ‘incomparable marco’ de los desfiles pasionales de Cartagena.
De
un tiempo en que, a lo sumo, nuestros padres colocaban en sus miradores, sobre
los barrotes de hierro forjado de los balcones de un casco menos antiguo,
alguna bandera de España sin escudo. Largos metros de tela de bandera que
compraban en López Méndez o en Tejidos Julián. Inmensos rollos de trazado
rojigualda que servían lo mismo para dar la bienvenida a Cartagena a algún
jerarca que para ocultar a la vista de transeúntes (vestidos o no de nazareno) las
piernas de las jóvenes que presenciaban el paso de una procesión desde los
balcones de unas casas por aquel entonces habitadas.
Lo
de colocar banderas de cofradía en los balcones es algo más nuevo. Es una de
esas tradiciones de toda la vida que no tiene más de veinte años, y cuya
irrupción vino a coincidir, curiosamente, con el despoblamiento de nuestro
casco antiguo.
Convivían
por aquel entonces las banderas de las casas que aún habitaban nuestros
abuelos, con las de esas otras que volvían a abrir sus ventanas al paso de la
procesión, en las que sus hijos y nietos colocaban como señal de conquista su
bandera en el balcón. “Casa marraja”. “Casa california”. “Casa deshabitada el
resto del año”, faltaba añadir.
Las
banderas se pusieron de moda. Llegaron incluso más allá del recorrido de
nuestras procesiones. Adornaron balconadas del Ensanche. Subieron más alto. Las
llevaron incluso a alguna urbanización de las afueras de Cartagena en la que,
como un lunar de extraño color aparecía una bandera en la fachada de un duplex.
Nuestros
padres no ponían banderas, pero eran más de cofradía. Iban a misa incluso
cuando no era organizada por su agrupación, cuando las cofradías organizaban
casi más procesiones que misas. Conocían las virtudes de la caridad, pero no
por ello dejaban de comentar esto o aquello, de “soltar borderías” entre
procesionistas, porque una cosa no quita la otra,… aunque de sus conversaciones
en bares o peluquerías no quedara constancia para la posteridad en las redes
sociales.
Eran
de cofradía, y para serlo no tenían la necesidad de poner una bandera en el
balcón. Eran procesionistas, sí, y probablemente se habrían llevado las manos a
la cabeza con esas ocurrencias –que las hay- de poner banderas de colores que
no son morado, rojo, blanco o negro (y hasta con fotos) para presumir, sobre
todo, de agrupación. Pero claro, nuestros padres se hubieran llevado las manos
a la cabeza con más de una de las cosas que hacemos. E incluso habrían
depositado sus manos en nuestras cabezas, en contundente coscorrón, si vieran
que somos capaces de cenar y tomar copas ante imágenes para las que luego
pedimos respeto en procesión.
Eso
sí. Alguno pensará que ahora somos más actuales. Más modernos. Y que lo hacemos
todo bien. Y además, faltaría más, ponemos banderas en los balcones.
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